Evaporación

Relato | Junio 2025 | InformeAnonimo.com | Todos los derechos reservados.

ADVERTENCIA: CONTENIDO PARA ADULTOS

Este relato contiene temas de desesperanza, angustia psicológica, conflictos familiares y abuso de sustancias. Está destinado a un público maduro y es una obra de FICCIÓN.

Las 5:35 AM. La alarma del móvil de Marcos no sonaba, vibraba. Un zumbido sordo sobre la mesita de cristal, como un insecto atrapado, metálico y persistente. Era la única concesión que se permitía para no despertar a Laura. Aunque, ¿qué más daba ya? Él dormía en el sofá desde hacía tres semanas, un territorio neutral en la guerra fría que se había convertido su matrimonio.

Se sentó en el borde del sofá, en la penumbra de una habitación que no era suya. Nunca lo había sido. Era el "cuarto de estar" en la casa de sus suegros. Veinte años atrás, cuando él y Laura se casaron, fue una solución "temporal". Él era un joven soñador e impetuoso con una gran proyección, un futuro tan nítido y prometedor como el plano de un rascacielos. Iban a ahorrar, a comprar un piso en el centro, a viajar por el mundo, a tener un bonita y apegada familia propia. Ahora, con cuarenta años recién cumplidos, la temporalidad se había vuelto una condena perpetua.

[Imagen de un hombre sentado en el borde de la cama en una habitación oscura]

El único momento de silencio del día. Antes de que todo empiece. O más bien, antes de que continúe.

El primer sonido real del día era el de sus propias articulaciones crujiendo al levantarse. Un recordatorio físico de que su esqueleto se estaba pudriendo sin vuelta atrás. Se miró al espejo del baño. No se reconoció del todo. Vio a un extraño con su cara, hinchada por el mal sueño y la cerveza de la noche anterior. Vio las ojeras como manchas de aceite, la línea del pelo retrocediendo como una marea lenta e inexorable. ¿Dónde estaba el tipo de veinte años con una sonrisa fácil y sueños de fundar su propia empresa? Se había evaporado. Se había disuelto en una sucesión monótona de días idénticos y menosprecios íntimos.

"Ya ni siquiera disfruto el sabor", pensó mientras abría la nevera. La primera yonkilata de cerveza del día de, quizá, una veintena. Las 5:35 AM. "Es solo... un ritual. Una coma en mitad de un párrafo inabarcable". El líquido amargo y frío le recorrió la garganta. No le dio placer, ni alivio. Era solo una acción, un mecanismo para poner en marcha el motor de aquél tipo que en algún momento dejó de ser niño para convertirse en un hombre hermético, apático y tristemente enfurecido.

El trabajo. Había pasado de diseñar pioneros programas de ordenador a supervisar la entrada de albaranes en un almacén descuidado y casi vacío. Un sueldo base que se aferraba a él como un salvavidas pinchado. Cada mañana, al entrar, sentía la mirada de su supervisor, un chaval de veinticinco años con un máster en logística y cero escrúpulos. Un recordatorio constante de su propio fracaso. No podía permitirse perder ese trabajo. Las deudas de las tarjetas de crédito, de una antigua hipoteca que por supuesto salió mal, financiaciones de muebles y de coches que utilizaban obligatoriamente para poder ir y volver del trabajo, préstamos al consumo, ... Todo para pagar un vida que no le correspondía ni de la que intuía atisbos de poder disfrutarla. Todas las deudas acumuladas en un intento desesperado por mantener una apariencia de normalidad y un halo de esperanza que ya no existían, eran una tensa soga de esparto al cuello fragil de un Don nadie.

"¡Papá!". El grito de Adrián, su hijo de nueve años, atravesó la casa. No era una llamada, era una orden. "¿Has visto mis putos cascos?". Marcos cerró los ojos y apuró la lata. "En el cajón de tu escritorio, supongo, donde te los suelo dejar cuando me los encuentro por ahí", respondió con una voz neutra, una voz que había perfeccionado para no denotar ni emoción ni reproche. Cualquier inflexión sería interpretada como un ataque.

Su hija, Sofía, de quince, ni siquiera le dirigía la palabra. Se comunicaba a través de su madre o con gruñidos monosilábicos mientras sus pulgares volaban sobre la pantalla del móvil o se volvía a retocar los labios. Para ellos, él no era un padre, ni siquiera una persona. Era un cajero automático defectuoso, un poste mal ubicado en medio de una acera estrecha por la que debes pasar cada día, una molestia necesaria de forma temporal, el proveedor invisible de wifi y comida basura. Su amor, su esfuerzo, sus cuidados y enseñanzas se perdían en un abismo de indiferencias, gritos, reproches, muecas de asco y exigencias contínuas. Lo habían despojado de su autoridad, de su rol, de su identidad como padre y como hombre, de su propio corazón. Nunca fue niño, jamás rió a carcajadas, sólo existía el pesado y agónico "ahora". El padecimiento contínuo. Era Marcos, el tipo que pagaba las facturas que todos generaban pero nadie disfrutaba, el que lloraba a gritos y recibía portazos y patadas. Y ni siquiera eso lo hacía bien.

[Imagen de una mesa de cocina desordenada con facturas y un vaso medio vacío]

El paisaje diario. Un campo de batalla de recordatorios de deudas y obligaciones en una vida en la que está solo.

La amenaza de Laura era otra espada que pendía sobre su cabeza desde hacía ya una década. "Me voy a divorciar, Marcos. Y me voy a quedar con los niños y el coche nuevo. Para que te prepares y luego no me llores". Lo había dicho y repetido con la misma frialdad con la que se pide un café con prisa. Él sabía de sus infidelidades, de sus nuevas amistades, de las aspiraciones a una vida nueva y reluciente. Había visto los mensajes, las sonrisas naturales y no sofocadas al teléfono. Pero, ¿qué podía hacer? La casa era de sus suegros, su nombre no figuraba en ninguna parte. Si se divorciaban, él se quedaba en la calle. Literalmente. Con un sueldo miserable, deudas y la obligación de pasar una pensión que lo dejaría comiendo aire y bebiendo vino barato y caliente de brick.

Se sentó en el coche. Un modelo estrenado hace 25 años que tosía cada mañana. Miró por el retrovisor su reflejo. Cuarenta años. Ni casa. Ni un buen trabajo. Ni ahorros. Ni el respeto de su familia, ni su amor. Ni siquiera la juventud que nunca sintió haber disfrutado, siempre pensando en los demás mientras corría hacia un futuro que se desmoronó mucho antes de llegar. Ni siquiera entendía bien inglés; otro tren perdido, otra puerta cerrada en un mundo que exigía más de lo que él podía ofrecer.

Se preguntó si era alcohólico. ¿Lo era? No se emborrachaba, no perdía el control. Pero siempre había una lata o una copa en su mano. Era el lubricante social para una vida sin sociedad, el anestésico para un dolor que ya no sentía, pero cuya ausencia era aún más aterradora. El alcohol ya no le tranquilizaba, pero no podía dejarlo, o no podría mantener sus nervios controlados. Era lo único constante que le quedaba. Había leído que el verdadero alcohólico no es el que bebe mucho de vez en cuando, sino el que siente la necesidad de beber cada día. El primer paso para dejar la bebida es querer dejarla, y no tenía la mínima capacidad ni para planteárselo.

Arrancó el motor a la tercera. La radio escupió una inteligible canción en inglés, una melodía alegre y optimista que sonaba como una burla de colores chillones. Otro día idéntico comenzaba. Otro día menos siendo algo parecido a sí mismo. Otro viaje al almacén, otra jornada contando las horas para volver a una casa que no era suya, con una familia que ya lo había matado. Marcos condujo, con la mirada perdida en el asfalto gris. No pensaba en el futuro; no había. No pensaba en el pasado; apenas existió. Solo tenía ese instante, ese presente monótono y angustioso. El zumbido del motor, el sabor metálico en la boca y la lenta, silenciosa e imparable evaporación de lo que un día fue un hombre llamado Marcos.